
Recordaba el otro día una entrevista que hace años le hicieron a Edgardo Cozarinsky en la que, relatando su llegada a París a mediados de los 70, señalaba: “Era todavía los últimos coletazos del mayo del 68 (…) se leía mucho a Foucault, y era el principio de Deleuze y Guattari. La literatura, lo puramente ficcional, era en cambio un desierto. No había prácticamente nada que me interesara en la literatura de imaginación francesa contemporánea”. Esto me recuerda una larga conversación que tuve también hace muchos años con el editor francés Christian Bourgois, muerto poco tiempo después. Bourgois dirigió durante casi cuarenta años la editorial que lleva su nombre, en la que editó a buena parte de la mejor literatura mundial. En ese almuerzo, durante un momento la charla se desvió hacia la literatura latinoamericana contemporánea (Bourgois publicó a Aira, Bolaño, Pauls, entre otros. Y mucho antes, a Copi, por supuesto) y, entre medio de comentarios diversos, hizo un silencio y dijo: “Qué curioso, ahora casi únicamente publico ficción, ¿quién lo hubiera dicho en los 70?” En esos años, Bourgois también participó de la edición de 10/18, colección de bolsillo crucial en la historia de la edición francesa, que rara vez editaba novelas; en cambio publicaba mucho del debate teórico post 68, incluido la crisis del marxismo, y textos en tono con el ascenso del interés por la economía libidinal. Entre nosotros, la condena de Walsh al género novela como impedimento pequeño burgués a la causa revolucionaría, no es ajena a esta trama.
Volviendo al tema (¿A qué tema? ¿A la teoría? ¿A la revolución? ¿A la literatura?) ocurre que, a riesgo de parecer una boutade, la gran novela de los años 60 y 70 fue la teoría. De a poco, la propia teoría fue descubriendo su carácter ficcional, y varios de los teóricos más extremos cometieron el desliz de saltar a la novela: de Kristeva a Sontag, muchos otros dieron el salto hacia la literatura de imaginación, como diría Cozarinsky (por no mencionar a varios cuyas novelas, por suerte para ellos, pasaron desapercibidas: Palais Royal, de Richard Sennett, o las novelas de George Steiner). Kristeva y Sontag no tuvieron esa estrella (pasar desapercibido es algo a lo que sólo acceden algunos elegidos) y sus novelones se empeñaron en ser objeto de formidables campañas de marketing del desastre literario. Barthes, en la estela de Benjamin (al que sin embargo, casi nunca cita) supo frenar a tiempo: llevó la teoría hacia ese borde en que linda con la ficción, pero sin jamás dar el paso al desatino. En el fondo, la elegancia barthesiana reposa en demostrar que la figura del écrivain es mucho más seductora que la del romancier.
Y después de otro silencio, Bourgois sonrió. Era la sonrisa de quien se sentía feliz por haber sido derrotado. La novela había vuelto a triunfar. Y yo, quizá alentado por la gentileza del buen vino francés, me atreví a preguntar en sentido inverso, casi como una sospecha crítica frente al estado actual de la narrativa: “¿Pero la novela contemporánea está en condiciones de pensar el mundo?” Bourgois contestó: “Es lo contrario: la novela tiene todavía alguna posibilidad justamente si no se deja pensar por el mundo”, frase con nuevos ecos benjaminianos, y hasta fogwillianos (“escribo para no ser escrito”) en la que todavía sigo pensando, tantos años después.